Jóvenes, Lección #4 “Reconocer al Espíritu Santo en tu vida”

Queridos padres, tutores y padrinos:

San Irineo de Lyon (130–202 D.C.) describió al Hijo y al Espíritu Santo como las dos manos del Padre. Están completamente unidas al Padre y, sin embargo, son distingas. No son el Padre, pero hacen la voluntad del Padre, que es la salvación del mundo. Cuando hacemos la señal de la cruz decimos: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. En esta sencilla oración confirmamos que creemos en la salvación que Jesús obtuvo en la cruz y en la Santísima Trinidad, la revelación de que un Dios existe en tres Divinas Personas.

El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. Ellos son uno de manera perfecta y simple. No obstante, son distintos. El Padre no es el Hijo. El Hijo no es el Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es el Padre. Sin embargo, los tres son uno. Este es el misterio más profundo de nuestra fe. Cada persona que conocemos es ultimadamente un misterio. Podemos conocer las profundidades de su ser solo si deciden revelárnoslas. Así sucede con Dios. Dios es misterio supremo, y aún así, Dios nos reveló algo sobre su vida divina al hacernos saber que “Dios es amor” (1 Juan 4, 8), y que el amor es una relación: una Trinidad. Jesús dijo, “El Padre y yo somos uno” (Juan 10, 30) y “Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Pero ya lo conocen y lo han visto…  El que me ve a mí ve al Padre… ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” (Juan 14, 7–10).

Ser bautizado y confirmado significa aceptar libremente el don del Espíritu y participar por tanto en la vida de Dios. Esto es lo que hace que la vida eterna sea posible, porque solamente Dios no está sujeto a la muerte. Una manera de pensar en el cielo es esta: somos llevados al corazón del Amor mismo, que es la vida eterna de Dios.

Antes del cielo, el Espíritu mora en nosotros y nos hace una forma de la presencia de Dios en la tierra. El Espíritu nos une al Cuerpo de Cristo, para que la Iglesia (todos los bautizados) continúe la obra de Cristo y sea realmente la presencia de Cristo en el mundo. Es gracias al Espíritu Santo que nuestras buenas obras no son meramente nuestras, sino que son obra de Cristo. ¡Son una contribución en la salvación del mundo para la gloria de Dios el Padre!

El fuego es uno de los símbolos más comunes para representar al Espíritu Santo. Es un símbolo de amor y enardecimiento. “No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” preguntaron los discípulos en el camino de Emaús después de que el Cristo resucitado se les había aparecido (ver Lucas 24). El símbolo del Sagrado Corazón nos muestra el corazón de Cristo envuelto en una lengua de fuego por amor, un fuego que se alimenta por la madera de la cruz. El amor de Cristo, en otras palabras, es amor perfecto. Él aceptó voluntariamente “incluso una muerte en la cruz” (Filipenses 2, 8) por amor a nosotros, aunque somos pecadores. Jesús llevó a la práctica su propia enseñanza sobre el amor: “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Juan 15, 13).

El fuego es un símbolo apropiado del amor, y por tanto del Espíritu Santo, quien es el Amor entre el Padre y el Hijo. Así como el fuego se dispersa sin perder nada de sí mismo, el Espíritu nos ayuda a propagar el amor. “Enciendan el mundo en llamas” es un lema de los jesuitas en la tradición de san Ignacio de Loyola (1491-1556 D.C.). Y santa Catalina de Siena (1347-80 D.C.) dijo, “Si somos lo que debemos ser, prenderemos fuego al mundo entero”.

Mediante nosotros y a la par de nosotros, el Espíritu Santo obra en el mundo, llevando a cabo la voluntad del Padre y la Misión de Cristo sin violar la libertad humana. Después de todo, el amor necesita libertad.

Pero ¿cómo podemos reconocer la presencia invisible del Espíritu? Debemos aprender a identificar los signos. El discernimiento es un don y una habilidad particular del discípulo cristiano. Debemos estar abiertos a este don y a aprender a discernir la presencia del Espíritu Santo obrando en nuestras vidas y en el mundo. Los cristianos han hecho por más de 2,000 años. Un signo importante de la presencia del Espíritu es la belleza y la autenticidad de una vida cristiana. “Cuando los cristianos comparten amor, muestran alegría, eliminan injusticias y traen la paz, revelan la presencia y el poder del Espíritu Santo. Vemos esta presencia y poder en donde encontramos conversión, santidad, virtud, oración y cuando se lleva el sufrimiento con paciencia y perseverancia”.1

En otras palabras, reconocemos la presencia del Espíritu al ver sus frutos. Siguiendo la carta de san Pablo a los Gálatas, tradicionalmente nombramos 12 Frutos del Espíritu. Estos son signos de que un cristiano vive de acuerdo con los dones del Espíritu y en gracia de Dios.:

  1. Caridad – amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, aún a nuestros enemigos.
  2. Alegría – satisfacción profunda que no se debilita con el pasar de las olas de los placeres o dolores.
  3. Paz – el resultado de una conciencia tranquila.
  4. Paciencia – del latín patior, que significa “sufrir”, somos capaces de esperar por la respuesta de Dios.
  5. Longanimidad – rígidos cuando debemos serlo, pero siempre amables en nuestra interacción con otros.
  6. Benignidad – vivir de manera virtuosa ha formado buenos hábitos en nosotros, lo que nos facilita hacer lo correcto.
  7. Generosidad – reconocer que todo lo que tenemos es un don de Dios y debemos compartirlo.
  8. Mansedumbre – como Dios es a pesar de nuestros pecados y fallas, así nosotros debemos ser con los demás.
  9. Fidelidad – al igual que en el matrimonio, la fidelidad es esencial para que el amor crezca y se intensifique.
  10. Modestia – tener una personalidad humilde y una apariencia respetuosa.
  11. Continencia – el cristiano aprende disciplina (raíz de la palabra “discípulo”) al vivir en el Espíritu.
  12. Castidad – una integración sana de nuestra espiritualidad y nuestra sexualidad.

Otro signo de la presencia del Espíritu Santo es cuando realizamos las obras de misericordia corporales y espirituales sin intenciones egoístas y solo por amor. Las obras corporales de misericordia son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al que no tiene hogar, visitar y cuidar a los enfermos, visitar a los presos y enterrar a los muertos  Las obras espirituales de misericordia son: ayudar al pecador, enseñar al que no sabe, aconsejar al que lo necesita, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás, perdonar las injurias y rezar por los vivos y difuntos.

Esperamos que nuestros jóvenes acepten el Espíritu de Dios en su vida para que cada de uno de ellos se convierta, usando las palabras de santa Teresa de Calcuta (1910–1997) “un pequeño lápiz en las manos de Dios quien envía una carta de amor al mundo”.

  1. Lección del estudiante, página 4.

Kevin Dowd es un estudiante de doctorado en teología y educación en Boston College, en donde recibió su Maestría en Educación. Tras su graduación de la Universidad de Harvard, Kevin a enseñado en escuelas católicas y públicas tanto en Massachusetts como en Nueva York. Actualmente él es profesor de teología en Ave María College en Paxton, MA y escribe un blog semanal en el que vincula las lecturas dominicales a la vida diaria. Puede encontrar su blog en http://www.bayardinc.com/the-word-is-life/

print
Comments are closed.
Newsletter